Por Pablo Herreros.
En la naturaleza no impera la “Ley de la selva” o solo sobreviven los más fuertes, como muchas veces hemos escuchado. Los documentales y libros se han centrado en los aspectos negativos del comportamiento de los animales, pero han obviado otras conductas y hábitos fundamentales para el éxito de algunas especies sociales, como por ejemplo el altruismo.
Las manadas de elefantes esperan a los heridos y adaptan su ritmo, o tratan de levantarlos cuando desfallecen. Los chimpancés cuidan de sus crías con más esmero cuando tienen síndrome de Down, y los bonobos comparten la comida con los extraños que aparecen de repente. Hasta los murciélagos, al regresar a la cueva, traspasan comida a otros murciélagos que no tuvieron suerte cazando.
Pero nuestra especie es la que más simpatiza. En la Prehistoria se compartía la carne entre la banda aunque no hubieras participado en la caza. Todos los adultos eran responsables de los niños y niñas, ya que una mujer sola en aquella época no podía cuidar y alimentar a varias crías a la vez. También había ancianos sin dentadura que seguían viviendo, lo que significa que otros masticaban la comida por ellos.
Hemos cuidado de los más débiles desde tiempos inmemoriales. Por ejemplo, gracias al descubrimiento del cráneo de Benjamín o Benjamina, una cría de homínido que vivió en Atapuerca hace medio millón de años y que es ancestro nuestro, hemos podido saber que nació con una enfermedad que acelera la fisura de los huesos del cráneo mientras el cerebro sigue creciendo y deja inmovilizada a la persona. En la actualidad se opera al poco de nacer para evitarlo. Sorprendentemente, en aquella época Benjamín llegó vivo hasta la edad de diez años, lo que significa que se preocupaban por él: le transportaban en sus brazos y le traían comida.
En el mismo lugar, se halló también una pelvis y unas vértebras de un anciano con problemas de espalda desde muy joven, lo que le impedía cazar o desplazarse con los demás, algo fundamental siendo nómadas. Este hombre no podía moverse, pero recibía ayuda de otros. Si comía carne era porque otros se la daban y si se desplazaba era porque otros le llevaban en brazos. Es decir, solo el altruismo y la solidaridad del grupo pudieron mantenerlo con vida hasta esa edad.
En estudios actuales, los niños, al poco de nacer, ya ayudan de manera espontánea a personas desconocidas que se encuentran en dificultades, sin recibir recompensa ni orden alguna. De hecho, los humanos nacemos preparados para entender cuándo alguien tiene problemas y sentir empatía hacia los que nos rodean. Se trata de algo innato, aunque luego la cultura y la educación también influyen mucho. Además, cuando te ayudan, más ganas te entran de ayudar a otros. Es como una espiral positiva a la que te enganchas, y todos comienzan a comportarse más amablemente.
Cooperar es gratificante. Por eso las personas que participan en asociaciones, acciones de la Iglesia u otras organizaciones sin ánimo de lucro se sienten más felices, según todas las investigaciones. Echar una mano nos hace sentir bien y hace que merezca la pena seguir viviendo en sociedad. Practícalo tú también, ¡ya que el altruismo genera más altruismo!
La verdad es que la maldad solo es practicada por una minoría. No saldrá en las noticias, pero a todos alguna vez nos ha ayudado un desconocido desinteresadamente, ya sea en la calle, en la carretera o aquel día que te olvidaste las llaves en casa. Porque si los costes de vivir en grupo fueran mayores que los beneficios ya hubiéramos desaparecido como especie hace mucho tiempo, o viviríamos en solitario como los tigres. ¡Pero no, aquí seguimos juntos después de cientos de miles de años! Así que siéntete orgulloso, porque descendemos de unos humanos que encontraron en la bondad y la generosidad la clave para su supervivencia.